EL HOMBRE SIN CABEZA
Ricardo Mariño
El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...
Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.
Cobardía o deseperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...
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