Lo que sigue es pensar y hacer el intento por tomar posición. ¿Porqué? Pues sencillamente porque ya estamos grandes, y el destino de los cachorros humanos depende de nosotros.
Tres mujeres excepcionalmente inteligentes fueron fertilizadas desde un banco de semen cuyos donantes son todos científicos ganadores del premio Nobel, Los Angeles Times informó.
Los niños por nacer este año (2007), serían los primeros resultantes de un programa emprendido por un empresario californiano, Mr. Robert Graham, dirigido a producir gente de inteligencia superior, dijo el periódico.
Uno de los donantes de esperma fue el Dr. William Shockley, de 70 años, quien compartió el premio Nobel de Física en 1956, se informó. El Dr. Shockley ganó cierta repercusión en el comienzo de los ’70 cuando la Academia Nacional de Ciencias de los EE.UU. rechazó financiar un estudio por él propuesto según el cual la inteligencia humana era en su mayor parte el resultado de la herencia. Sostuvo que, en los tests de inteligencia, los negros alcanzaban en promedio un puntaje inferior en aproximadamente 15 puntos en comparación con el alcanzado por los blancos.
El periódico citó a Graham, de 74 años, diciendo que hasta el momento, por lo menos cuatro ganadores de premios Nobeles, además del Dr. Shockley, donaron su esperma al banco. Además de estas tres mujeres inseminadas, más de una docena expresó su interés en la idea, dijo el periódico.
La existencia del banco de esperma fue confirmada por el Dr. Shockley y por lo menos por cinco personas más. ‘Sí, yo soy uno de ellos’, se citó al Dr. Shockley confirmando la noticia. Dijo que estaba desilusionado que no hubiera un mayor número de colegas científicos ganadores del Nobel que quisieran colaborar con lo que él llamó esta ‘buena causa’.”
The Guardian, 1 de marzo de 1980.
Suele existir cierto consenso en que uno de los temas prioritarios en las políticas públicas debería ser una progresiva preocupación por diseñar programas educacionales que alienten conductas morales o capacidades intelectuales. ¿Habría acuerdo si esos mismos objetivos pudieran ser alcanzados apelando a la ingeniería genética? Ilustrémoslo con un ejemplo. Si como resultado del mapeo de nuestro genoma pudiéramos descubrir aquellos factores genéticos que explicaran la tendencia, pongamos por caso, a cometer crímenes, ¿acaso sería erróneo reducir el número de estos individuos, siendo técnicamente posible? Difícilmente responderíamos que no. Hoy contamos con las posibilidades crecientes de seleccionar las características deseadas en el futuro niño a través del diagnóstico previo a la implantación: aquellos óvulos fertilizados que posean las características deseables serán implantados en el útero materno mientras que aquellos indeseables serán descartados. Esta práctica controvertida puede conducir, no obstante, a la terapia génica en línea germinal. En este caso, en lugar de seleccionar aquellos óvulos fertilizados que poseen las características deseables, se insertan los genes portadores de las características deseables en el óvulo fertilizado antes de ser éste implantado, descartando los otros que no cuentan con esas características.
Un filósofo, Leibniz (allá por 1710), se tomó el trabajo de intentar justificar la existencia del mal en su Teodicea: aquello que desde una perspectiva individual es un mal, visto en el concurso de la totalidad de la naturaleza, sostuvo Leibniz, es un bien. Curiosamente, las investigaciones en ingeniería genética hoy le dan la razón: la eliminación de ciertos genes ‘nocivos’ mediante terapias germinales podría causar graves perjuicios. La anemia falciforme provee cierto grado de protección contra la malaria falciparum –forma mortal de paludismo–. Si se eliminara el gen que la provoca, se correría el riesgo de que aparecieran más casos de paludismo. Según parece, entonces, sin la menor sospecha de donde le llegaría el apoyo a su teoría, Leibniz se ufanaría de ella: aquello que se nos aparece como un mal, no es sino una escena sólo justificable por la distribución de bondades y maldades totales en la película del mundo, que un buen crítico de cine recién evalúa una vez que la vio completa.
Así pues, no es culpa de Leibniz que la ingeniería genética tenga ‘mala prensa’. Su origen es mucho más próximo: el recuerdo nazi acecha y no son fáciles de olvidar los programas genocidas impulsados por sus científicos en busca de ‘la supervivencia de los mejores’. No obstante, y pese al temor justificado de que ciertas formas indeseables de eugenesia se vuelvan una norma social usual (o tal vez precisamente por eso), deberíamos discriminar las formas deseables de eugenesia de aquellas indeseables. Tal vez no esté de más advertir que el término ‘eugenesia’ (del griego, ‘bien nacido’), fue acuñado en 1863 por Francis Galton, primo del célebre defensor de la teoría de la evolución, Charles Darwin, quien desarrollaría diversas teorías sobre la herencia basándose en la ciencia fundada por su pariente.
A no alarmarnos: la jerga científica distingue dos usos de la ingeniería genética con fines eugenésicos: se llama ‘eugenesia negativa’ al intento de eliminar desórdenes genéticos patológicos (o sea, enfermedades genéticas). En contraste, se llama ‘eugenesia positiva’ al mejoramiento genético de gente normal.
Por empezar, parecería que -en un acto de indudable justicia- todas las discusiones que giran en torno a las posibilidades crecientes que ofrece la tecnología biomédica se silencian en un mismo punto muerto: la necesidad de atender a una distribución racional de los recursos en salud pública. Pero aún toda vez que se pasa por alto el factor económico, y se discute su aplicación con fondos privados, su uso bifronte está conduciendo a polémicas semejantes a las surgidas en su momento a propósito de la energía nuclear: fundándose en un análisis riesgo-beneficio, se suelen medir los beneficios más o menos importantes en relación con los riesgos de consecuencias más o menos apocalípticas.
Sin embargo, muy difícilmente alguien levante la voz en contra de la eugenesia ‘negativa’: ¿quién objetaría un tratamiento que permitiera sobrevivir y reproducirse a quienes, hasta ahora, no son sino condenados a muerte? ¿quién objetaría la prevención de desórdenes genéticos de la magnitud de la enfermedad de Huntington, o esa plaga conocida como la enfermedad de Alzheimer?
Por el contrario, parecería que, en lo que concierne a la eugenesia positiva, aquella que se ocupa de dejar a un embrión a gusto de sus padres, no goza del mismo grado de aceptación. El punto controvertido es el siguiente: ¿Quién se considera a sí mismo no sólo con la altura moral suficiente, sino además, con la capacidad de prever los efectos de por sí impredecibles de una supuesta selección de rasgos deseables? Dicho de otro modo: ¿Quién puede ser juez y elector de las cualidades deseables para nuestros descendientes?
Hay quienes conceden ciertas prerrogativas a los progenitores, pues se preguntan: ¿acaso los padres no tienen el derecho de elegir la clase de niña que tendrán que criar, pongamos por caso, una que sea preferiblemente honesta, solidaria y, ya que de pedir se trata, que no viva sometida al fantasma de las dietas? A favor de la eugenesia en el estadio embrionario, valga aclarar que ni siquiera es necesario poner en el tapete el problema del respeto a la autonomía de las personas, uno de los problemas más serios que presentan las políticas eugenésicas obligatorias tales como la esterilización o la planificación familiar compulsiva, ya que la autonomía no juega papel alguno en el caso de la ingeniería genética. En las modificaciones embrionarias, no se viola autonomía alguna, puesto que los padres las solicitan voluntariamente y no se le puede adjudicar poder alguno de autodeterminación a la persona futura (que, por el momento, es un embrión sin capacidad para decidir).
El síndrome del supermercado genético
Sin embargo, una de las razones alegadas en contra de una selección eugenésica es que, tal vez en parte como resultado de ciertas tendencias narcisistas, los padres intentarán elegir aquellas características socialmente valiosas. Esta selección se irá traduciendo en una humanidad que, con el correr del tiempo, padecerá una empobrecida uniformidad genética. Pero ahí no acaba todo. También se teme que los embriones se transformen en un producto más de nuestra sociedad de consumo, donde los futuros padres (por lo menos aquellos que cuenten con el dinero suficiente para hacerlo) elegirán ese niño soñado (pese a que el bebé perfecto es una quimera, pues en cada generación aparecen nuevas anomalías genéticas).
Es notorio, entonces, que las polémicas se desatan cuando, eugenesia mediante, se aspira a cumplir con mandatos estéticos o mejoramientos ambiciosos de capacidades físicas o intelectuales, proyectos todos estos impulsados por la ingenua creencia de que el hombre es sus genes, en desmedro de la llamada nurtura, de todo aquello que va incorporando en el contacto con los otros a lo largo de su vida. Se cree así que no sólo es posible seleccionar aquellos genes que nos permitan traer al mundo niños de ojos azules, sino además que jueguen espectacularmente al fútbol o, como lo muestra el artículo periodístico citado, que sean posibles candidatos al Nobel.
Pero al igual que en cualquier otra polémica, hay quienes piensan distinto. A favor de la eugenesia positiva se ha alegado que, aun cuando se mantenga la distinción entre el diagnóstico de una enfermedad genética y la búsqueda insaciable de la perfección, en tanto en cuanto de hecho nos sometemos a actos quirúrgicos para modificar la forma de la nariz o para eliminar la celulitis, ¿por qué no admitir, con el mismo criterio, la búsqueda artificial de ojos azules? Una vez más, la diferencia alegable es que, en un caso, la modificación es buscada por el individuo que se somete a la cirugía, mientras que, en el otro, el niño no pide tener ojos azules. (Imagínese los consabidos reproches de este presunto hijo ya adolescente si se da el caso de que, cuando este niño crece, el rasgo socialmente de moda es tener ojos negros). Pero una vez más: nadie puede predecir las consecuencias a largo plazo de estas modificaciones genéticas.
El problema, en verdad, también afecta a los demás niños que nacerán en ese escenario futurista, a aquellos que no habrán tenido la oportunidad, o a quienes cuyos padres se negaron a someter a su embrión a esas modificaciones genéticas. Aunque fuera posible suponer la existencia de fondos suficientes para subsidiar programas voluntarios de eugenesia positiva, aquellos progenitores que por un motivo u otro se rehusaran a formar parte de los mismos traerán un hijo al mundo en una posición desventajosa. No es difícil imaginar que las actitudes sociales hacia aquellos que no habrán nacido como ‘niños perfectos’ van a dar lugar a la creación de un novedoso sistema de castas: la de aquellos beneficiados por la ingeniería genética y la de quienes no se han acogido a dicho ¿beneficio? El problema no es nuevo: en su República, hace dos mil quinientos años Platón soñó con un sistema eugenésico natural (mediante la selección y cruza entre ‘los mejores’) con el fin de alcanzar y mantener la felicidad social.
¿Un pasaporte hacia la felicidad?
¿Cómo evitar el riesgo de caer en lo que se suele llamar ‘el síndrome del supermercado genético’, donde nos es posible elegir, en una especie de góndola virtual, en lugar de una lata de sardinas, un par de ojos azules?
Ante este escenario amenazador ¿qué podemos hacer? Expertos y científicos suelen proponer una especie de ‘principio de caución’: al igual que en el trillado ejemplo del aprendiz de brujo, aconsejan prestar atención a la clase de riesgos resultantes de la experimentación con organismos que podrían escapar de su control, y ser conscientes del riesgo de producir resultados no buscados, ya porque las técnicas resultan ser menos precisas de lo que se pensaba, ya porque diferentes características pueden vincularse genéticamente de modos inesperados.
Pero el peligro, para ser francos, excede el horizonte de estas amenazas biotecnológicas: no se reduce ni a la ingeniería genética en general ni al mejoramiento eugenésico en particular. Tiene que ver también con ciertas cuestiones que exceden el ámbito de la responsabilidad que le cabe al científico y que dependen, en todo caso, de los valores que defendemos individual y socialmente, y que configuran ciertas prácticas que hacen a nuestras elecciones vitales: una cosa es emplear estas técnicas novedosas impulsados por el afán de detectar una seria anormalidad genética, otra muy distinta es aspirar a tener un niño de ojos azules o que juegue al fútbol en primera o que sea Premio Nobel, como si estos dones fueran un pasaporte a la felicidad. Pero, justo es reconocerlo, creer en estos dones y en la felicidad así entendida, es tan candoroso como infundado.
Inteligencia ética para la vida cotidiana. Dra. Diana Cohen Agrest . Editorial Sudamericana
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